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Si tenemos que definir la palabra más importante de la primera década del siglo XXI esta tendría que ser: patentes. Las patentes, el conjunto de derechos exclusivos concedidos por un estado a un inventor sobre la comercialización de su invención, son el fundamento de las economías más importantes del mundo. Son de hecho las patentes el verdadero divisor del primer y el tercer mundo, lo sé porque escribo esto desde el tercer mundo y a mi alrededor no hay nada que no esté patentado por una empresa surgida en el primero. Cigarrillos, encendedor de gasolina, bicicleta de velocidades, vaso de café, mochila, cenicero, mesas, sillas, ordenador, smartwatch, smartphone, absolutamente todo esto tiene una patente y esa patente no se registró en mi país.
Las patentes fundaron países, hasta que los países les quedaron pequeños a los dueños de las patentes y entonces empezaron a fundar imperios. Si hacemos una excepción con China, porque siempre hay que hacer excepciones con China porque son muchos chinos y sólo ellos podrían poblar un planeta, las empresas más relevantes del mundo tienen una sola cosa en común: patentes. Lego, Google, Apple, BMW, Roche, Hewlett Packard, forman una lista diversa en el objeto final de su negocio pero mantienen la estirpe de las patentes como su fortaleza más grande. Cuándo Google compró a Motorola no estaba comprando un fabricante de hardware, estaba comprando un portafolio de patentes que le permitiera dirimir sus diferencias legales con Apple.
Durante años la guerra de patentes fue ignorada por los analistas económicos, centrados en las viejas bases del comercio donde el que tuviera el producto mejor distribuido y la fuerza de ventas mejor capacitada, se ignoró la importancia del derecho a fabricar, construir, crear nuevos productos que no infringieran el derecho de alguien más. Durante años las empresas más relevantes se dedicaron a comprar, vender, adquirir, desaparecer, ignorar, guardar patentes que les permitirían en el futuro no tan lejano convertirse en verdaderos gigantes corporativos. Apple, Google y Microsoft tienen años peleando en las cortes el derecho de uno u otro a usar tecnología patentada. Ante cualquier duda escriba patente, Google, Apple en su computadora Apple que usará el buscador de Google y vea la cantidad de resultados sobre dichas demandas.
Actualmente el intercambio de pagos sobre patentes entre las empresas de software y hardware en el mundo supera en algunos casos la venta directa de sus propios productos en una buena parte de las empresas dueñas de dichas patentes. Sobran los estudios sobre el problema ético del uso y compra de patentes en el mundo, pero esto es porque sobran los estudios sobre la ética en cualquier cosa que tenga que ver con este nuevo imperio llamado “Corporativismo”.
Hoy en día la palabra “pendiente de patente” aparece en miles de productos que salen al mercado. Esto no se debe a la inexperiencia de los departamentos legales de estas empresas, al contrario, están pendientes porque sus solicitudes necesitan ser analizadas cuidadosamente por los que otorgan las patentes para evitar que ideas tan básicas como “juguete para perro” queden patentadas por un particular generando que cualquiera que use un palo para jugar con su perro en el parque se vea demandado en un futuro inmediato. El sistema de patentes en el mundo se ha convertido en el Beirut de las corporaciones, demandas, contrademandas, solicitudes, suspensiones, todo tipo de acciones legales giran alrededor de este universo. En pocas palabras, hay abogados porque siempre habrá demandas.
Pero las patentes vencen y cuando una patente vence esa tecnología puede ser usada libremente sin tener que negociar con el dueño de la patente. Es importante aclarar aquí que la parte fundamental de este sistema no es pagar por la patente que vas a utilizar, en realidad se trata de exclusión financiera donde el dueño de un derecho le pone un precio inaccesible a su derecho para que nadie pueda usarlo. Esto se llama exclusividad y la exclusividad es posiblemente la piedra angular de los imperios corporativos. Hace un par de años se inicio una de las guerras de patentes más importantes para la vida ordinaria de la clase media en el mundo. La patente para las cápsulas de café venció y el imperio de Nestlé en ese mercado empezó a tambalearse. Súbitamente toda cafetera que trabaje con cápsulas se convirtió en una herramienta pública dejando de lado la relación monógama que antes mantenía con su fabricante. ¿En otras palabras? El consumidor podía elegir el insumo basado en su calidad y no en una relación comercialmente limitada por el dueño de la patente de las cápsulas. ¡Eureka, tierra a la vista!
Si bien antes existían cafeteras para cápsulas de X, con cápsulas fabricadas por X, rellenas del café exclusivo de X, súbitamente el vencimiento de la patente generó la creación de la industria de las cafeteras de cápsulas, de los fabricantes de cápsulas y, en algunos casos, los cosechadores de café también pueden entrar al negocio de estas maquinitas. No hay que olvidar que X ganó miles de millones de dólares durante años gracias a su patente. No hay que olvidar que sin esos miles de millones como incentivo probablemente no tendríamos la mitad de los desarrollos tecnológicos que hay hoy en día. Pero lo más importante que no podemos olvidar es que la exclusividad monopoliza la economía y desincentiva la aceleración tecnológica.
La guerra de las cápsulas de café parece no ser importante para la gran visión del mundo así que saltemos a un tema más al alcance de la mano. En 2002 y ante el auge de la alta definición en los contenidos audiovisuales, Sony lanzó al mercado el Bluray. Casi al mismo tiempo Toshiba decidió lanzar el HD-DVD. En realidad ambos formatos físicos cubren la misma necesidad, pero el formato ganador de esta batalla traería miles de millones de dólares a la empresa que lograra imponerse. No era esta la primera batalla por el formato de audiovisuales caseros, años antes se enfrentaron Betamax y VHS por el reino de las películas para ver en casa.
La batalla entre Bluray y HD-DVD fue la primera transmitida en tiempo real gracias a internet, durante meses se discutió en foros y chats sobre la posible victoria de uno y de otro, en realidad era un partido de futbol que fue jugado en la mente de los aficionados. Con las baterías de las consolas de videojuegos, Playstation con el Bluray y Xbox con el HD-DVD, puestas a disposición de la discusión se lanzaron argumentos a favor y en contra de cada uno de los formatos. Ingenuamente los interesados pensaron que tenían alguna influencia en la decisión final, pensaron que si esa discusión se hubiera tenido en los 80’s habrían podido salvar a Betamax o acelerar el imperio de VHS. Estaban equivocados, las batallas por los formatos de consumo de audiovisuales se libraba en bodegones en Los Ángeles donde el jugador más importante mantiene un imperio en la oscuridad y la legalidad: el porno.
El mayor consumo de formatos físicos para audiovisuales no estaba en manos de Hollywood o de las consolas de videojuegos, en realidad el rey de estos formatos es la industria del Porno que aún no veía en el internet a su peor enemigo. A diferencia de lo que se pueda contar en algunos medios, la batalla no se ganó cuando Playstation instituyó el Bluray o cuando los estudios más importantes de Hollywood lo adoptaron, la batalla se decidió cuando la industria del porno decidió tomar este formato y hacerlo un estándar en su distribución. Es extraño pensarlo, pero si se le suma que el 30% aproximado del tráfico en internet va a parar a sitios de porno gratuito se ve la conexión más clara entre la importancia del contenido y el formato.
Las patentes generan exclusividad, la exclusividad se interpreta a través de formatos y los formatos son un enorme dolor glandular en los usuarios porque cifran la batalla en los impedimentos y no en la calidad del producto que se desea consumir. Hay cientos de batallas de este tipo ocurriendo a nuestro alrededor todo el tiempo: flash vs html5, mp3 vs acc, Windows vs Linux y así hasta el cansancio. Tras la era de las herramientas (Siglo XX) llegó la era de los contenidos (Siglo XXI). En un mundo ideal se podría escuchar una canción de iTunes en cualquier reproductor de música, se podría jugar un juego de la Xbox o de la Play en cualquiera de las dos consolas, HD-DVD y Bluray hubieran tenido que ser compatibles, gasolina o diesel sería una elección del usuario pero la realidad es que en este mundo corporativo el valor está en exprimir la exclusividad hasta el hartazgo y después enterrar la innovación cuando por fin está en manos del usuario. Lo más curioso de esta situación es que su principal afectado es al mismo tiempo la única fuente de ingresos de esta situación. Si la gente hubiera decidido no comprar teléfonos celulares a ninguna compañía que los vendiera bloqueados para usarse con un competidor esa política hubiera cambiado inmediatamente. Tomemos el iPhone como ejemplo, Apple entendió rápidamente que para traer usuarios a su verdadera base financiera, la venta de contenido, tenía que permitirle a los usuarios cambiar de operador telefónico a su placer. Por eso los iPhones están en las tiendas de Apple, no es un asunto de márgenes en retail, es una declaración de principios desde Cupertino para aclararle a las grandes compañías de comunicación que su tiempo ha pasado.
Desafortunadamente la industria del libro no sabía nada de esto, el libro es tan viejo que no había ninguna patente trascendente sobre su fabricación, edición o distribución y cuando el cambio de formatos llegó nadie supo qué había que proteger. La verdadera incomodidad del mundo del libro electrónico no proviene del intercambio de formatos, las editoriales no tienen ningún interés entre el formato físico y digital o al menos no debería tenerlo. Lo que realmente genera disgusto en la industria editorial es que los formatos digitales no le pertenecen y que al no tener injerencia alguna en ellos se desequilibra la balanza.
Amazon no lanzó el Kindle buscando dominar el mercado de dispositivos, el negocio del hardware por si mismo no le sirve a nadie, si hay dudas sobre esto sólo hay que mirar al Reader de Sony que tecnológicamente era superior pero cometía el mismo error que Sony lleva años cometiendo, no comprometía el contenido al dispositivo. Amazon lanzó una herramienta para justificar la existencia de su formato, la costeo y la vendió con márgenes ridículos para garantizar la relación entre su formato y su dispositivo. El Kindle no es un eReader, el Kindle es un contrato entre el lector y Amazon que garantiza el negocio de la transnacional al coste de la experiencia del usuario. Aquí vale la pena hacer un paréntesis, hay que reconocer que Amazon se tomó la molestia de generar un gran contrato, el mejor contrato posible si se está en la búsqueda de este tipo de relación.
Amazon no “pierde dinero” con cada Kindle. Amazon apuesta a que el contrato entre el usuario y su empresa será duradero y que a la larga compensará el margen que no obtienen del hardware que representa dicho contrato. Las editoriales, algunas antes y otras después, súbitamente descubrieron que ese contrato originalmente era suyo y que aunque no se sustentaba en la exclusividad garantizaba que la infraestructura que habían creado en sus empresas les aseguraba mantenerse en el juego a largo plazo. Mientras hubiera papel el campo de juego era la inversión, el que tenía más dinero podía asegurarse la mayor parte del mercado. Si el papel no el contrato queda invalidado y el campo de juego se convierte en otra cosa, un poco más compleja, pero en realidad mucho menos amigable a la participación de distintos jugadores.
La batalla del cambio de paradigma del libro no es una que tenga que ver con el papel o digital. Es una batalla por la patria potestad del contrato con el consumidor. Es una batalla por la supervivencia de enormes compañías que desarrollaron una infraestructura que súbitamente parecía intrascendente, para algunos como yo aún lo parece. La oposición de los grupos editoriales a la transformación de los formatos no proviene del romanticismo, experiencia, o inteligencia de negocios, en realidad hacer libros electrónicos no representa ningún problema para los grandes grupos. Lo que estos editores se niegan a ver suceder es que su negocio caiga en otras manos y que en un futuro no tan lejano terminen ganando mucho menos dinero del que sus dueños, inversionistas, accionistas o demás exijan de ellos. En pocas palabras, los dueños de las inmobiliarias se niegan a ser reducidos a simples albañiles.
Los fanáticos de la autoedición, nuevo evangelio que pasa de prohibido a recurrido, enarbolan la bandera de la democratización de la cultura. Con las nuevas reglas de juego parece que los verdaderos beneficiados serán los autores no publicados que no tendrán que recurrir más a las “malignas” editoriales que se niegan a reconocer su talento. Recuerdo que alguna vez un jugador de ajedrez me dijo: “el secreto del ajedrez es lograr que los peones se sientan alfiles”. Estos evangelistas normalmente provienen de la misma industria editorial y aunque sienten haber brincado al barco de los innovadores no se percatan que en realidad están haciendo el trabajo más sucio de todos los que existen hoy en día, son los conejillos de indias de este nuevo contrato entre lectores y libros. Primero y antes que nada hay que recordar que ninguno de estos evangelistas inventó la idea de la autoedición, esta existe desde hace mucho tiempo y en su momento se vio impedida por la existencia del contrato previo en manos de las editoriales. Podías autoeditarte, podías hasta distribuir, en algunos momentos hasta podrías encontrar el reconocimiento y la audiencia con ellos, pero al final si hacías todo ese trabajo una editorial constituida terminaba absorbiéndote o destruyéndote. ¿Les suena conocido? El eco es la representación auditiva de un sonido que hace mucho tiempo ya no está ahí.
Así como vender iPhones desbloqueados no fue un movimiento ingenuo por parte de Apple, abrir la autoedición digital no es una democratización de Amazon. Es una cláusula más en el contrato y esa cláusula busca mandar un mensaje muy claro a los grupos editoriales: ya no son necesarios. Podríamos discutir números de ventas, participación de mercado y otros instrumentos del siglo pasado para medir la relevancia de un fenómeno como KDP y sus múltiples clones, pero la realidad es que Amazon una vez más no está pensando en esos términos, Amazon piensa en que ese contrato necesita fortalecerse y que KDP es una cláusula que los beneficia y a la vez debilita a su competencia. El gran panorama de estas empresas no incluye la venta de productos, para ellos la venta de estos productos es la manera ideal para disfrazar el control que a largo plazo pueden mantener sobre el consumo. Porque el consumo es el gran juego.
Uno de los futuros del libro, no porque parezca ser el más viable se puede desechar la idea de que es solo uno de los, no incluye eReaders o editoriales, no incluye librerías o autores que vendan millones de copias. Este futuro sólo incluye una relación estable y duradera con el comprador de libros, con su información y sus hábitos, con sus preferencias y opiniones. ¿Cuántas cláusulas más se agregarán a ese contrato? ¿Quién será finalmente el dueño de ese contrato? Son preguntas que se irán resolviendo a la larga, tan larga como el brazo de los antiguos dueños del contrato alcance a $er. Pero el verdadero cambio de paradigma en el libro ya ocurrió, es pasado escrito y sería mejor procurar dedicarnos a entenderlo, porque si no lo entendemos no podremos formar parte de él y lo dejaremos en manos de otros que no tienen ningún interés en la supervivencia del libro como vehículo de información y/o entretenimiento. Porque quedaremos fuera del contrato y posiblemente no podamos conservar nuestro trabajo ni como albañiles. Hay una posibilidad real de que la industria actual del libro no tenga más injerencia en el libro futuro que ser el cargador de piedras que le permite otro albañil construir para esas inmobiliarias que cobrarán millones por las propiedades finales.
Ya cometimos el gran error y pensar que aún existe una batalla por la decisión final en este paradigma es engañarse hasta el punto del absurdo. Pensar que la discusión se centra en los formatos o en la supervivencia del libro como objeto físico es permitir que los dueños de las nuevas patentes nos expulsen lenta y dolorosamente, porque así conviene a sus intereses, de nuestro propio hogar. Cualquiera que piense que el escritor X no puede prescindir de su jugoso contrato con Y editorial está invirtiendo en Betamax en el 2016. Así también cualquiera que piense que la autoedición es un bastión de resistencia contra el cambio de paradigma es un albañil con oficina. Porque la guerra de formatos se decide en otros bodegones, porque nuestra relevancia se extingue todos los días, porque es un problema general de la industria del libro. En fin, porque no es porno, idiota.