Dios
salvó al mundo enviando a su único hijo, Tinder, a lavar los pecados de los
hombres. Primero me gustaría confesar que yo fui adolescente antes de Internet,
lo cuál automáticamente me vuelve un migrante digital. Partiendo de la
existencia de las categorías y de la necesidad que sentimos por categorizarlo
todo es necesario proponer algunos términos que serán necesarios para
explicarme. En mi forma particular de percibir el mundo si existen los nativos
digitales, también existen los migrantes digitales y por ende hay una franja
aún considerable de ermitaños análogos. La división en mi cabeza es clara, por
un lado los nativos digitales son aquellas personas que alcanzaron la
adolescencia, y el subsecuente desarrollo de habilidades sociales, en un mundo
completamente digital. Los migrantes digitales son aquellos que alcanzaron esas
habilidades sociales en un mundo análogo pero aprendieron a desarrollarlas
utilizando herramientas digitales y finalmente, tenemos a una generación
completa de personas que alcanzaron el desencanto de la madurez antes de la
proliferación de Internet y sus manifestaciones. Estos últimos son ermitaños
análogos, personas que si bien pueden utilizar herramientas digitales
encuentran estúpido sustituir interacciones análogas por sus variantes
electrónicas y casi siempre se sienten muy incómodos en dichas instancias.
De
estos tres grupos, y probablemente porque es al que pertenezco, los migrantes
digitales llevan una ventaja competitiva tanto emocional como laboral frente a
los otros dos grupos. Amalgamar lo análogo con lo digital ha sido la obsesión
del siglo XXI, en algunos casos esa obsesión ha generado tantos aciertos como errores
que han afectado el estado geosocial del mundo moderno. Desde finales del siglo
XXI hasta el día de hoy observamos una tendencia cada vez más aletargada por
“mejorar” digitalmente nuestro entorno. Primero empezamos por las interacciones
sociales, para seguir con las herramientas más necesarias para finalmente
alcanzar la última tendencia que se manifiesta en digitalizar la vida
cotidiana. Aquí el mundo se parte en dos, los nativos digitales exigen
continuamente la digitalización de cada aspecto de su vida y los ermitaños
análogos demandan que si ya funciona no lo toquen más. En medio los migrantes
digitales explotan lo mejor de ambas partes. Sirven a la vez como traductores
para los ermitaños y como catalizador para los nativos. Posiblemente tengamos
que reconocer que los dos extremos cumplen una función importante para el
desarrollo social y tecnológico de la especie, unos empujan sin piedad y los
otros se atrincheran astutamente. Mientras los nativos cuestionan las
rudimentarias formas y métodos de sus antecesores los antecesores
constantemente le resguardan las intenciones más importantes que deberíamos
preservar en el futuro. Por el centro los migrantes tratan siempre de sacar
ventaja de ambos mundos.
¿Es
importante cuestionarnos hasta la última interacción social? Si, no solo es
útil, es trascendente para alejarnos definitivamente de ciertas prácticas que
hemos acarreado durante varios siglos y que parten en dos el mundo entre los
que piensan que deben regir la vida de los otros y los que consideran que la
vida privada es la cosa más sagrada sobre la faz de la tierra. Estas son sin
duda dos de las tendencias sociales más importantes de los últimos 700 años.
Desde el Renacimiento y hasta la Era Digital el mapa moral del mundo ha sido el
centro de buena parte de las obsesiones de la filosofía transformada en
narrativa. Porque si algo hay que reconocer en el mundo actual es que el
ejercicio del pensamiento por la sola esperanza de pensárselo bien ha cedido su
lugar a la narrativa y la parábola como método de proliferación de las ideas
más locas y más recalcitrantes del espectro humano. Nadie quiere escuchar a una
filosofa pensárselo, lo necesitamos digerido, dibujado, explicado y comparado
para poder agregarlo a nuestra cartera de ideas. Si bien esto último es uno de
los grandes cambios que trajo consigo la era Digital tampoco es para rasgarse
las vestiduras. La forma que somete al fondo hasta la extinción es una pésima
idea.
La
primera cita que tuve “por internet” fue una de las experiencias más emocionantes
y desconcertantes de mi vida. Yo, un chico de 17 años que le gustaba la fiesta,
los juegos de rol, los libros y el fútbol terminé sentado con una chica de 19
que odiaba leer, le gustaba escuchar música todo el tiempo y se vestía como
señora del siglo XIX. ¿Nos enamoramos? Por supuesto que no. Es más,
posiblemente pasados 30 minutos los dos deseábamos con todo nuestro corazón que
el café se viniera abajo y pudiéramos ponerle fin a ese sufrimiento infinito e
insoportable que era la existencia del otro. El problema era que, y esto le
parecerá novedoso a muchos nativos digitales, en 1997 todavía estaba mal visto
ser un desagraciado grosero que se levanta de la mesa y se va. Algo en la
educación previa nos obligaba a los dos a intentar establecer un vínculo de
comunicación que fuera una extensión del vínculo digital que habíamos
establecido sin tener que vernos la cara. Ella era muy guapa, yo no. Ella
estaba muy triste, yo no. Ella quería gustarme, yo no. Pero más allá de esta
condena al fracaso que flotaba entre los dos tuvimos una conversación larga y
cordial sobre lo único que realmente nos interesaba, nosotros. El vínculo entre
los dos fue digital, sin embargo lo que nos mantuvo ahí fueron las convenciones
análogas de la conversación. Aún la recuerdo con mucha nostalgia y ganas de un
día encontrarla y contarle que aquella tarde ella tenía mucha más razón que yo.
La
diferencia fundamental que evita la concordancia entre estos tres segmentos de
los que he hablado es la incapacidad que tenemos para acordar si el mundo
digital es una herramienta, una opción o un lugar. Esta incapacidad natural
para ponernos de acuerdo posiblemente estorban más de lo que ayuda, pero no me
imagino el mundo del futuro sin alcanzar un sospechoso en común para definir
esto que nos ocurre. El mismo mundo nos arrastra discutir de manera estéril si
la existencia de estos tres conceptos por principio sirve de algo más que la
oportunidad de sentirnos tranquilos por poder ubicarnos de manera más o menos
correcta en una categoría social. Supongo que eso se lo debemos al marketing,
antes había que usar pantalones para salir a la calle ahora hay que utilizar
categorías para salir a la calle y tener mucho cuidado de no meterse al sitio
equivocado so pena de ser enviado a patadas de regreso a su lugar. Obviamente
las patadas son metafóricas dado que los sitios son ideas y por lo tanto en
realidad ya a casi nadie le patean el trasero en el mundo moderno. Cosa que a
los ermitaños les incomoda y a los nativos les horroriza.
Pero
volviendo sobre nuestros pasos hay que pensar en Tinder. Posiblemente esta
pequeña aplicación para buscar parejas ocasionales/perpetuas sea la
manifestación más equilibrada con que contamos actualmente. Tinder se le puede
explicar a todos. Tinder no requiere experiencia digital previa o habilidades
sociales análogas para funcionar. Tinder fue, en un principio, la idea más
simple y más obvia que podíamos tener. Nada más fácil que preguntarle a alguien
“¿Te gustaría encontrar a alguien para hacer lo que quieres hacer y que esa
persona quiera hacer lo mismo?” La respuesta es si. Siempre es si. Es como
preguntarle a una persona si quiere respirar mientras le aprietas la nariz
hasta que se pone morado. Uno siempre quiere encontrar a alguien, es la
naturaleza humana. Hasta las personas más solitarias fantasean con la idea de
conocer a alguien a quién puedan decirle por adelantado y en claro que solo
esperan unas cuantas horas de interacción sin tener que soportar el riesgo de
un escupitajo en la cara o un bofetón. Tinder era perfecto. Era porque
obviamente en la transición esquizofrénica en la que vivimos es difícil que
algo que hace una cosa bien se conforme con ser esa cosa, también porque la
insatisfacción como deporte nos lleva a despreciar a la larga algo que nos
emocionaba sólo por la posibilidad de ser el primero en despreciarla y ver como
los demás te siguen. Tinder fue porque cualquier cosa que es tiende a dejarlo
de serlo y eso está bien también.
Mi padre
hubiera comprendido Tinder, mis sobrinos entienden Tinder, yo quiero creer que
se usar Tinder, es un tema en común, un sospechoso que sirve para todos. ¿Por
qué? Por que la idea de Tinder era satisfacer una necesidad básica sorteando el
impedimento más grande al que se enfrentaba. Tinder resolvía un problema y eso
siempre sirve. En unos meses una amiga muy querida se casará con el, ahora un
querido amigo, chico que conoció en Tinder. Me emociona no porque mi amiga vaya
a ser feliz, estadísticamente hablando seguramente su relación se romperá como
se rompen casi todas, me emociona porque significa que aún no se ha innovado en
la parte más necesaria, que aún lo que realmente importa está lejos de la
intervención de la nueva era. Que extrañamente las verdaderas necesidades
humanas están siendo ignoradas por la tecnología dejando un hueco enorme por
resolver en el futuro inmediato. Donde los futurólogos ven un mundo
transformado algunos vemos un mundo mejor, donde dicho optimismo cabe y no solo
se nos permite hasta se nos aplaude. Este es el sitio que tomará el lugar de la
realidad y eso no solo debe pasar, es necesario que garanticemos que pase. Cada
uno, nativo, migrante, ermitaño, todos tenemos un papel que jugar en esta
utópica manifestación donde al nacer te entreguen un Tinder por si ocupas.