Es complicado
hablar del futuro. Sobre todo si consideramos que para fines académicos y
narrativos el futuro se ha convertido en los próximos 10 o 20 años nada más,
como si de momento fuéramos capaces de advertir que todo lo que ocurrirá en un
periodo insignificante para la historia se ha convertido en todo el horizonte
que somos capaces de vislumbrar. Una ironía que para comprender el futuro
tengamos que resumirlo a una especie de presente prolongado.
En los últimos
meses se ha declarado con una alegría inusitada y absurda la muerte del libro
electrónico. Cientos de profesionales y no tan profesionales del libro se dan
el gusto de corroborar que sus vaticinios eran correctos y que la
transformación del libro ha fracasado a nivel comercial. Hace unos meses en
plena Feria del Libro en Buenos Aires un editor, a las afueras de un bar
bastante concurrido, me restregaba en la cara que el libro electrónico había
fracasado y que aquella reunión que habíamos tenido años atrás y donde le
expuse la importancia de migrar hacia los formatos digitales había sido una
pérdida de su tiempo. Sonreí, sobre todo porque ante cualquier evento de este
tipo a las afueras de un bar uno tiene que sonreír porque esa es la manera
civilizada de evitarse una discusión estéril con un interlocutor eufórico.
Debo decir que
lo primero que me sorprendió fue que aquel editor, cuya editorial ha logrado
convertirse en un símbolo de la edición independiente, recordara con tanta
rabia aquella reunión, mi primer acercamiento a la industria editorial
argentina, donde me parecía y me sigue
pareciendo que la única manera en que dicha industria podía sortear las
privaciones de un mercado interno proteccionista era buscar la exportación
digital de sus contenidos. Lo segundo es la alegría con la que celebraba la
caída de lo que posiblemente fue la última esperanza del libro para sobrevivir
al siglo XXI. Porque a final de cuentas podemos decir lo que nos dé la gana
pero la realidad es que la industria del libro se está cayendo a pedazos por
regiones, idiomas, géneros y por último por formatos.
No hay una sola
cifra positiva para el mercado del libro. Reporte tras reporte lo único que
contemplamos es contracción, disminución, desempleo, baja en la calidad, en la
producción y mucho más importante en la relevancia del libro ante otros medios
de comunicación, educación y entretenimiento. Si el libro adoptaría o no un
nuevo formato es un asunto de percepciones, pasiones e intenciones, las cifras
de la industria son una realidad y temo decir que esa realidad parece
irreversible. Si bien el libro es un pedazo de romanticismo inserto en una era
pragmática, esto no le exime de jugar bajo las mismas reglas a las que se
somete a cualquier producto. El libro sigue siendo un formato de contenido que
compite por el consumo de un número finito de compradores que ven su día a día
bombardeado por distintas variantes y
formatos del mismo contenido. Si bien durante una buena parte del siglo XX el
conocimiento y una buena parte del entretenimiento provenía del libro, hoy el nivel
académico y cultural de una buena parte del mundo proviene de otras fuentes
mucho más dinámicas e intuitivas. La pregunta más importante entre 1980 y 2010
para nuestra industria ha sido: ¿Por qué la gente no lee más libros?
Primero porque
la gente ya no necesita leer libros para acrecentar su nivel de conocimiento y
su bagaje cultural. Las adaptaciones visuales, auditivas, interactivas y
digitales del conocimiento y el entretenimiento han sufrido una serie de
transformaciones que actualmente los posicionan por encima del libro como
medios de consumo preferidos por la gente. Desde los audiolibros, pasando por
el video y las narrativas digitales han absorbido lo mejor que tenía el libro y
han procurado seguirle el paso al futuro entendiendo que los métodos de consumo
se transforman a una velocidad cada vez mayor. En pocas palabras, todos cambian
menos el libro y eso ha empezado a pasar factura.
Hay algunos
casos curiosos que vale la pena mencionar, todos los editores aceptamos el
traslado natural de las enciclopedias a la red, casi todos asumimos que la
llegada de los programas para editar eran una bendición, una buena parte de los
editores también asumimos que los medios digitales serían una gran herramienta
para promocionar libros; pero por alguna extraña razón cuando se trata de
abandonar el papel hay una especie de descarga eléctrica que nos convierte en
el Opus Dei de los formatos. ¿Por qué la gente no lee libros? Porque la gente
ha decidido que cargar 700 grs de papel para consumir algo que podrían consumir
enfrente del televisor o cualquier pantalla digital es estúpido y ¿saben?,
tienen razón.
Pongamos un
ejemplo extraño. Asumamos que un chico de 20 años decide, por azares del
destino, dejar de fingir que conoce la historia de Moby Dick y tratar de
acercarse a la fuente de la misma. Entre sus opciones están las
siguientes: ponerse la adaptación de
Mike Barker que está disponible en Netflix (90 millones de hogares tienen
Netflix), bajarse de internet la peli de Orson Wells (50% de la población tiene
acceso a internet), buscar el PDF de Moby Dick corriendo el riesgo de que sea
pirata y por lo tanto esté mal editado, comprarse el ebook de Moby Dick o,
finalmente, salir de su casa, transportarse a una librería o biblioteca,
preguntarle al encargado o vendedor por el título, pagarlo, cargarlo de vuelta
a casa y pasarse los próximos 3 meses (es obvio que a un chico de 20 años le
tomará al menos ese tiempo leérselo) cargando en libro a todas partes y
buscando ponerse a leer en los sitios que frecuenta. Siendo honestos, si el
chico de 20 años logra tomar el último camino y lograrlo merece un premio,
desafortunadamente nadie se lo dará y tarde o temprano se encontrará con
alguien que ha seguido uno de los caminos anteriores y que a grandes rasgos
tendrá la misma información que él y sólo le quedará un camino: vanagloriarse
del trámite para defenderse del contenido.
La resistencia
al cambio de la industria ha reducido la edición de libros al mero hecho de
imprimirlos, distribuirlos y después destruirlos. Los editores, que debieron
ver en el formato digital la liberación del yugo financiero de la impresión y
la distribución, se ofendieron por este nuevo formato anárquico y ajeno a la
maquetación y las decisiones superfluas, porque podemos decir lo que queramos
sobre el papel y la tipografía pero en el fondo estas características están por
debajo de la importancia del contenido y por lo tanto deben ser consideradas
adyacentes no trascendentes. Cuándo el
libro digital dio sus primeros pasos comerciales cometí el error de imaginarme
ríos de editores embarcándose en la aventura de encontrar los mejores
contenidos y editarlos de la mejor manera posible y después ponerlos
inmediatamente a disposición de millones de personas sin tener que transitar
por los vericuetos de la cadena de suministro que los había contenido durante
tanto tiempo. En realidad parecía más bien que la renuncia a esta cadena de
suministro desnudaba una realidad que nos dedicamos a ocultar durante muchos
años, los editores han heredado su trabajo a los obreros del libro porque
siempre está el mercado para repartir culpas y justificar bodegones llenos de
títulos que nadie nunca leerá.
Es como si la
industria se sostuviera en realidad por todos los mecanismos de impedir que
existen alrededor del libro y este fuera únicamente una mercadería obsoleta en
un mercado que se mueve a la velocidad de la luz. La realidad es que Moby Dick
hace millones de dólares al año en muchos formatos que no se llaman libro. El
contenido sigue llegando a la gente, sólo no lo hace más en papel. Porque el
papel es complicado de manipular en una época donde la satisfacción inmediata
ocupa el epicentro del consumo. La catástrofe es impredecible pero no
inevitable, desde los fenómenos naturales pasando por los fenómenos culturales
y hasta los fenómenos sociales durante miles de años la humanidad ha ido
encontrando diversos mecanismos para sobrellevar las catástrofes, el primero de
ellos es la transformación.
Me gusta pensar
que lo mejor y lo peor que la humanidad ha encontrado es su capacidad para
transformarlo todo. Un vidrio polarizado
sólo es una herramienta que transforma la luz, un auto es una herramienta que
transforma la movilidad, la comida procesa
no es más que una transformación de una necesidad básica, ¿entonces por qué
somos tan pedantes que pensamos que el libro no debe sufrir transformación
alguna? Supongo que el problema proviene de la idea de especialización que nos
hemos forjado. Hemos pasado tantos años
fingiendo que hacer libros es una actividad compleja que pertenece a sólo unos
cuantos iniciados y que estos iniciados deben ser protegidos de cualquier
influencia externa que pueda evidenciar que hacer libros en realidad es una
cosa bastante simple que puede hacerse compleja conforme se adquieran niveles
de calidad y relevancia.
No nos queda más
que recapitular nuestra realidad. Pero hagámoslo desde el único punto de vista
posible para dicha recapitulación: hoy en día nadie quiere ser lector y los que
quieren ser lectores preferirían hacerlo mediante una camiseta que a través de
un hábito como la lectura de libros. Pero que quede claro, el rechazo hacia el
libro no es hacia el contenido del mismo, como el ejemplo de Moby Dick existen
miles que abarrotan salas de cine, por poner un ejemplo claro. El rechazo de los
consumidores a convertirse en lectores es una declaración clara y contundente
contra el formato actual en que el libro se les presenta. Bibliotecas y
librerías pasan días en que asiste menos gente que en un mausoleo. Algunas
librerías y bibliotecas han empezado a convertirse en museos a los que los
turistas asisten para observar la muerte de un hábito vital para la
transformación humana. Hay más aficionados a las librerías que aficionados al
libro, más aficionados a las cafeterías que a las librerías, más enamorados del
olor que de las bibliotecas. La realidad es que el número de lectores de libros
no es estático, va en caída libre país por país y lengua por lengua, Hoy en día tenemos que acudir a otros tipos
de comunicación escrita para justificar nuestra esperanza en que cambie la
marea, algunos se han resignado a mantenerse ahí hasta que muera el último
lector de libros, otros simplemente cierran los ojos y esperan que el estado
los cargue hasta el siguiente siglo. La realidad es que es posible que el
futuro nos pasó por encima hace mucho tiempo.
Existe una
posibilidad real de que la llegada del libro digital ocurriera años después de
la posible salvación del libro. Este tipo de cosas, los llamados cisnes negros,
son impredecibles. Lo que si me parece una realidad es que al negarle al libro
la posibilidad de transformarse probablemente lo hemos condenado a la
desaparición. Porque a pesar de que insistamos en observar el presente
prolongado como el futuro ineludible lo único cierto es que no hay nada que nos
indique que existe la posibilidad de un siglo XXII con los libros como
epicentro del conocimiento y el entretenimiento, vamos pues que ni siquiera
podemos hablar de un siglo XXI con estas características. Vemos al enfermo
desangrarse lenta e ineludiblemente y pareciera que no nos identificamos con
los médicos del medievo que observaron a millones de personas ser sometidas por
las infecciones y enfermedades que hoy parecen tontas por la existencia de los
antibióticos. Pareciera que pasar tanto tiempo entre libros nos impidiera
leernos algunos que hicieran más que evidente la situación actual por la que
estamos pasando. Ironía en su dosis más
pura.
La realidad es
que construimos el bote más grande de la historia y juramos que no se podía
hundir. También es posible que bebiéramos de más aquella noche en que pegamos
con el iceberg, sumado a una orquesta que sigue tocando por instrucciones de un
capitán lejanísimo y casi invisible pareciera que esta fiesta para celebrar la
muerte del libro electrónico en realidad sólo sea los últimos minutos que
podemos pasar entre copas y luces antes de descubrir que no hay suficientes
botes salvavidas y que el barco más próximo está a demasiadas horas de
distancia. En estos casos creo que lo mejor es no interrumpir la fiesta, no
gritar que nos estamos hundiendo y que no hay nada que podamos hacer, así que
aquí está también mi copa en todo lo alto, brindemos porque es lo último que
nos queda por hacer.
Sinceramente, el ejemplo que das de Moby Dick es lamentable como argumento. Moby Dick, la obra en cuestión, es un texto. Es decir, para apreciar la obra Moby Dick, la única posibilidad es leer el texto. El resto son versiones inspiradas en la obra original. Una obra diferente, creada por un director de cine o por un historietista. Aun el audiolibro, cuya entonación y lectura responde a las de la persona que lo grabó y no a la del que escucha. Y ahi creo que radica el error de todos los análisis que he leído al respecto. Se habla del soporte y no del texto como medio. Entiendo que hay muchísimas formas de expresión y el texto es sólo una de ellas. Capaz de una profundidad enorme pero cuyo acceso presenta una dificultad que hoy, en una sociedad cada vez más superficial y menos capaz de concentrarse, conspira contra su masividad. Lo llamativo es que, aparentemente, hay cada vez más individuos que recurren al texto como medio: según las estadísticas que he leído la cantidad de títulos ha ido en aumento. Es decir que el texto se sigue eligiendo como medio de expresión. Tal vez lo que está sucediendo sea que nuestra disposición y capacidad de interpretar y comprender textos de longitud y complejidad apenas superiores a 10 renglones esté mermando y no se ve que otro medio lo esté reemplazando con la complejidad, eficiencia y profundidad que el texto nos brinda. Una realidad que tal vez haya que aceptar, pero habría que pensar si lo que se está hundiendo después de chocar contra el iceberg es sólo un montón de papeles con tinta.
ResponderEliminarBueno, en realidad, el libro en formato físico depende intrínsecamente de la tinta.
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